28/8/10

Es que 200 no se acabó en el mes de Mayo... tiene cuerda para rato

Crítica de libros / Testimonio gráfico
El pasado y algo más
Para festejar el Bicentenario, 200 recopila cuatrocientas imágenes, de 1810 al presente, en que personajes, acontecimientos y circunstancias configuran una suerte de reducido Aleph borgeano que retrata la vida de los argentinos

Noticias de ADN Cultura: anterior | siguiente Sábado 28 de agosto de 2010 | Publicado en edición impresa

Por Ernesto Schoo
Para LA NACION

200
Por Guido Indij (editor)
la marca editora
524 páginas
$ 380

"Este poderoso y voluminoso objeto", como lo define su editor responsable, Guido Indij, en la nota de introducción, es, en efecto, un imponente volumen de poco más de 500 páginas. Titulado 200 y dedicado a Jorge Luis Borges, procura festejar el Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810 con un desfile de 400 imágenes referidas a personajes, acontecimientos y circunstancias de la vida de los argentinos durante ese lapso, hasta 2009 inclusive. La selección, que es -lo reconoce Indij- "caprichosa y a la vez sistemática", ha implicado cuatro años de trabajo. Tras un excelente prólogo, "Dos siglos después", escrito por el actual director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, se despliega una apretada e indispensable síntesis de ese transcurrir, año tras año -a cargo de Lucas Rentero y Ricardo Watson-, en dos registros por página: en el superior, qué ocurría en la Argentina; en el inferior, los sucesos mundiales.

A partir de ahí comienzan las ilustraciones, enfrentadas de a dos por año, cada una con un breve comentario alusivo. Desde la portada, el volumen se muestra partidario del aforismo, popular en estos tiempos de predominio audiovisual, que proclama "400 imágenes dicen más que 400 mil palabras". Pero es el propio Horacio González quien lo rechaza desde el prólogo: "No es cierto que valgan las imágenes más que las palabras. ¿No son ellas palabras viviendo otra vida, no superior ni diferente de la de las palabras?". Esta curiosa interpretación soslaya la falacia de la frase célebre: imágenes y palabras resuenan de distinta manera en distintas zonas cerebrales, no comparten las mismas neuronas (salvo, si se quiere, la función visual en la lectura). Rara vez se disfruta hoy en día, en medio del torrente de imágenes arrojadas al voleo por la televisión y el cine, de un remanso como este libro, donde cada representación gráfica puede ser tranquilamente recorrida, analizada y meditada. Tal vez sea éste, además de su interés testimonial, su mayor mérito.

Así, el lector convertido en voyeur (o viceversa) puede demorarse en comparaciones y contrastes. Tal es el juego planteado desde el comienzo, y González lo reconoce: " 200 propone un ejercicio de contrastes, tanto de estilos artísticos como de contenidos históricos, pero en verdad todo este enorme territorio de figuras expresa la imagen de un país cuya historia no tiene centro y cuyo relato sería un logro imposible si no estuviera ligado a una brusca sinopsis de tiempo, sangre y tecnologías de representación de la realidad".

Esas tecnologías han ido variando con el transcurso de los siglos, con notoria aceleración desde mediados del XIX, aproximadamente, cuando aparece la fotografía. Al comienzo parecía no tener otra intención que la de ser un catálogo del mundo visible, un simple testimonio, poniéndose, incluso, al servicio de la pintura, que por entonces alardeaba de ser la mayor de las artes visuales, sin otro rival que la escultura. Poco a poco, sin embargo, a medida que las consecuencias de la Revolución Industrial impusieron el lucro como único móvil social aceptable (siempre había sido así, pero nunca a semejante escala planetaria), se advirtió que la fotografía no sólo simplifica y abarata la "representación de la realidad" sino que parece mantener con esa realidad un vínculo de inmediatez y velocidad del que la pintura y sus parientes -el dibujo, el grabado, la litografía- carecen. El contrapunto llegó al punto de ruptura cuando, poco antes de la Primera Guerra Mundial, los artistas plásticos proclamaron la independencia de su arte respecto de la figuración. La fotografía pudo disfrutar entonces, a sus anchas, del infinito catálogo del mundo, y el periodismo sería -mediante cámaras y procesos de revelado cada vez más simples y manuables- el gran beneficiario de la nueva situación.

A diferencia de la pintura figurativa -el retrato, especialmente-, donde la subjetividad del artista se descontaba y hasta se cotizaba según un criterio de realismo que hoy, paradójica y peyorativamente, denominamos "fotográfico", y que asumía un prestigio cercano a la eternidad, la imagen capturada por la luz en una placa sensible terminó por ser, sí, un testimonio (irrefutable, si se quiere) de que eso que ahí se ve existió. Pero dejó de existir al instante, para entablar un diálogo con los dos misterios más hondos que intrigan al hombre desde siempre: el tiempo y la muerte. No hay en la literatura un reflejo más profundo de esos misterios que en un pasaje de Al faro , de Virginia Woolf. La dueña de casa está sirviendo la comida a su numerosa familia, que pasa el verano en la costa; esa acción trivial, rutinaria, transcurre casi mecánicamente hasta el momento en que, al ir de vuelta a la cocina, la señora Ramsay, de espaldas a los comensales, se detiene un segundo y piensa algo que la paraliza y de pronto le revela el abismo del tiempo: "Esto que estoy haciendo, ya es el pasado". Lo mismo siente el lector-espectador frente a la colección de fotografías propuesta por 200 : "Esto es el pasado, y algo más". Ese algo más es estremecedor. No en vano uno de los primeros menesteres confiados a la fotografía fue retratar a los muertos (sobre el tema, ver el notable film de Alejandro Amenábar Los otros , filmado en 2000, con Nicole Kidman como protagonista).

En la doble página del año 1851, frente a la reproducción, a la derecha, del célebre retrato de Manuelita Rosas pintado por Prilidiano Pueyrredón, a la izquierda figura un testimonio alucinante de esa costumbre macabra: el cadáver del coronel Ramón Lista, vestido de uniforme, con todos sus entorchados y charreteras, fotografiado en 1855 en un daguerrotipo de autor no identificado. Un poco más adelante, en 1888, Sarmiento, apenas fallecido en la cama, en su residencia de Asunción del Paraguay, es trasladado por la familia al sillón de trabajo, en el escritorio, para retratarlo como si la muerte lo hubiera sorprendido en plena tarea, envuelto en un manto de prestigio clásico, a sus pies una salivadera, elemento extemporáneo que pone un inesperado toque doméstico en una escena que se pretendió, sin duda, de prosapia romana.

Hay otros retratos impresionantes. El más sugestivo, quizás, el de Camila O´Gorman en 1846, única efigie conocida de esta muchacha sorprendente: como lo subraya González en el prólogo, Camila mira de frente a la cámara: su rostro, apacible pero melancólico, bajo el peinado en bandós, pareciera anticipar el cruel destino que compartiría con su amante, el sacerdote Uladislao Gutiérrez. Un poco antes, en las páginas del año 1843, a la izquierda se reproduce el más antiguo daguerrotipo hecho en la Argentina, en 1845: el gobernador de Tucumán, Miguel Otero, quien también mira de frente a la cámara, en actitud desafiante, con unos bigotazos que lo asemejan a un personaje de la serie de El Zorro.

La inesperada salivadera de Sarmiento nos permite asomarnos a uno de los ejercicios más placenteros a que invita este libro: contemplar y analizar pausadamente las mínimas, casi ocultas pequeñas naturalezas muertas que contribuyen a crear la atmósfera en las estampas del pasado, ya fueren pintadas (son las más atractivas) o fotografiadas. En las imágenes correspondientes a 1824, a mano izquierda hay un interior de pulpería, una acuarela de Pallière, donde vale la pena recorrer la estantería que hace de telón de fondo: botellas y cajas varias, bacinillas, una caja de madera con la inscripción "Tabaco", un abanico, una guitarra, un porrón de ginebra, cueros curtidos. Las vestimentas de los gauchos son igualmente vistosas, con ponchos de muchos colores, antes de que llegaran los fabricados especialmente en Inglaterra. Y hablando de vestimentas, aquí están los arquetipos pintados por Monvoisin: el Gaucho federal , de 1842, a quien corresponde esta leyenda: "Son gentes muy raras, con su cabello largo y trenzado y su pañuelo atado bajo la barbilla, opina un inglés", y el formidable Mazorquero , otro óleo de ese mismo año: sentado, se apoya en los restos de una pared derruida, con el chiripá, el calzoncillo cribado, la camisa y el gorro colorados, mate en mano y rasgos indudablemente árabes. Acaso un tributo de Monvoisin a la moda orientalizante de la época, cuando la pintura europea prodigaba moros y odaliscas a granel.

En 1834, son las Señoras porteñas por la mañana , grabado de Bâcle sobre dibujo de Hipólito Moulin: dos damas, una de ellas mateando, junto a la ventana enrejada, en un interior sin ningún lujo, con una alfombra octogonal con diseños geométricos, el florido empapelado, la pintura de un paisaje convencional, y el negrito que las sirve, de espaldas en el centro de la composición. Ambas señoras no se han peinado todavía, pero es seguro que luego se alzarán sobre sus cabezas los desmesurados peinetones, ridiculizados también por Bâcle en otras estampas de la Buenos Aires de 1830.

Sin duda, la ciudad de Buenos Aires es proveedora de la mayoría de las imágenes. Y se entiende, porque ya era la mayor de las urbes argentinas, única en disponer del puerto sobre el Plata, hacia el Atlántico, y de sus cuantiosos recursos aduaneros. La recorren, en muchas ocasiones, los militares, ya fuere desfilando en las fechas patrias, o disponiéndose a pelear en las crisis políticas. No faltan ocasiones para el humor: cuando se puso de moda pasar por las casas de los amigos (había "días de recibo", fuera de los cuales estaba mal visto presentarse sin aviso) y dejar un pequeño retrato que era la tarjeta de visita, en 1860 vemos a dos hombres jóvenes, muy elegantes, uno afeitado y el otro con grandes bigotes -hermanos, quizás-, apoyados a uno y otro lado de una columna trunca: parecen a un paso de emprender un número de zapateado en un music-hall , de los que ya abundaban en la ciudad. En la página opuesta, las lavanderas en el río. También en el río, poco antes, los bañistas -rigurosamente separados los sexos- y las carretas que trasladaban a los trajinados viajeros de ultramar, privados de hacerlo en la costa por la escasa profundidad del Plata.

Y ruinas, muchas ruinas: las auténticas -Paysandú, Humaitá- y las falsas, que proliferaron a fines del siglo XIX, adornando plazas y paseos con sus pretensiones de castillos, o grutas: escenografías ingenuas con las que un romanticismo demorado pretendía rendir tributo a una Naturaleza cada día más rechazada en nombre del Progreso (valgan las mayúsculas como recuerdo de la retórica de la época). Militares por doquier e indios: los feroces depredadores del justamente célebre óleo de Della Valle La vuelta del malón (1892, figura en las imágenes de 1876 y merece un párrafo admirable de González) y los ya incorporados a los prestigios de la Civilización: un conmovedor cacique Namuncurá, con el uniforme de coronel, "grado que recibió en compensación por la pérdida de sus tierras", acompañado de sus hijos, Julián y Ceferino, el venerado, vestidos ambos como cualquier burgués de entonces.

Si me dieran a elegir una de estas casi infinitas representaciones de la ciudad, sin vacilar escogería la de la página derecha en 1881. Samuel Boote fotografió desde lo alto un tramo de la calle Florida (los impresionistas, en especial Pissarro y Caillebotte, estaban haciendo lo mismo en París), en lo que pareciera ser un día de verano, dada la abundancia de toldos. Un sol tajante marca la senda de una calle transversal, por la que cruzan tres señoras, con sus altos gorros, sus sombrillas y los "polizones" que abultan las faldas en la parte posterior. No hay mucha gente más en la foto, algún paseante distraído. En primer plano, en una azotea, el flamante cableado del teléfono, cuyos hilos tejen una red sobre el fondo de la edificación porteña de entonces, todavía italianizante, cuando apenas se insinuaba el predominio del estilo francés. No sé por qué, esas señoras me intrigan y me emocionan. Les veo algo de personajes de Chéjov. Detrás de ellas cruzan dos siluetas masculinas. La distancia y el derroche solar reducen todas las figuras a simples apuntes en negro, como insectos en una siesta remota. A mano derecha, desde la sombra se ve avanzar un tranvía eléctrico; es probable que las señoras se apresuren a cruzar, no sea cosa que el tránguay las atropelle, como lo evoca un escalofriante dibujo de Manuel Mayol en otra página.

¿Por qué esa imagen y no otra? Acaso porque las protagonistas, apenas trazos esquemáticos en negro sobre un enceguecedor plano luminoso, son las que más hablan de la fugacidad del tiempo y del intento de retenerlo. Es el objetivo, y el logro, de este libro singular. Vale la pena recorrer lentamente sus páginas, donde la famosa foto de "las patas en la fuente" -los partidarios de Perón en la Plaza de Mayo, el 17 de octubre de 1945- puede convivir con los señorones de galeras altas como chimeneas que anticipan la futura Bolsa de Comercio en una reunión de la Sociedad El Camuatí, en 1850. Hombres y mujeres, edificios y revoluciones, medios de transporte y de comunicación, crinolinas y minifaldas, escenarios de teatro y estudios cinematográficos, visiones de la vida doméstica y de las grandes convulsiones cívicas, políticos y cantantes, quirófanos y estadios, futbolistas y tangueros, cortejos fúnebres y cambios de presidente. Este 200 es algo así como un Aleph, acaso limitado pero no menos tumultuoso y vertiginoso que el visto por el narrador del cuento de Borges en un sótano de la calle Garay. No es casual que el libro haya sido dedicado a su creador.

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