11/1/08

Panorama de la edición independiente en Latinoamérica

Desde la perspectiva que proveen las decenas de kilómetros que nos separan de los EE.UU. y Europa, Latinoamérica (América Latina y el Caribe) es vista como una unidad. Y los editores que adquieren derechos de edición, reproducción o comercialización procuran, a la hora de firmar sus contratos, sostener esa falsa percepción, para mantener para sí mismos, quizá, la ilusión de tener a disposición un mercado de 546 millones de lectores. Qué podría detenernos en nuestra intención de vender 1.000 o 2.000 ejemplares, ¿verdad? Empecemos por considerar que 213 millones no están en condiciones de satisfacer sus necesidades fundamentales y 88 millones viven en la pobreza extrema, 41 millones son analfabetos, 180 millones hablan portugués… Y si aún por razones lingüísticas y culturales excluimos en nuestro análisis a Brasil y parte del Caribe, existen diferentes modismos y regionalismos que obligarán a optar por la utilización de un castellano neutro del que nadie estará del todo satisfecho o la dificultad de asumir adaptaciones y correcciones de estilo.

También el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC) promueve la idea de un “espacio iberoamericano del libro”, entendido como el contexto económico y cultural en el que se realizan los intercambios culturales en el formato libro. Aunque los países latinoamericanos no han firmado el Acuerdo de Florencia rara vez dificultan el tránsito de libros a través de gravámenes aduaneros y predominan políticas de libre circulación. Sin embargo, resulta en la práctica, que el mercado del libro en América Latina está básicamente fragmentado por las fronteras políticas, económicas y geográficas que dificultan enormemente la logística, la distribución y la elaboración de políticas de precios, atentando contra la sustentabilidad de la empresa editorial, sólo posible sobre la base de un mercado interno de cierta envergadura. Y no es menos cierto que el intercambio comercial entre editores y libreros transnacionales es ínfimo. La dinámica de los flujos de comercio dentro de la región muestra que a pesar de la riqueza cultural propia de América Latina el diálogo intercultural es más bien escaso. Con la excepción de los libros de edición local, difícilmente encontraremos libros latinoamericanos en las librerías de cualquier país, incluyendo a los países latinoamericanos. Así mismo, será más bien raro que un mexicano conozca artistas plásticos peruanos, o que un uruguayo vea cine brasilero, que un brasilero lea textos mexicanos… Quizás existan unas pocas excepciones en el rock y en la música pop.

La CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) señala varios años de crecimiento por encima de los promedios de la economía mundial. Pero para un cabal análisis debemos señalar que estos guarismos generales parten de una industria y mercados bastante golpeados por las políticas económicas de posguerra, que desembocaron en las dictaduras militares que en los años setenta se instalaron en la región, y cuya continuidad permanece omnipresente a través de periódicas crisis económicas, sucesivas y reiteradas, con otros medios, otros nombres y los mismos fines.
La reanudación de la vida democrática en España (que había permitido en décadas anteriores, no sólo con la censura sino incluso con la afluencia de editores exiliados, el desarrollo de la edición en el continente americano), la globalización acelerada, las adquisiciones y fusiones, la concentración internacional del sector y la desnacionalización de las industrias editoriales locales, cambiaron definitivamente el panorama de la edición en español.

Las empresas editoriales españolas tienen 172 filiales en el exterior, incluyendo la totalidad de los países latinoamericanos. Cualquiera podría suponer que los grandes grupos que instalan casas en las capitales de los distintos países fomentan no solo a los autores hispanos, internacionales o locales, sino también a los autores de otros países en los cuales tienen filiales y con los que han firmado derechos mundiales. Sin embargo, parece que la promoción y publicación de tales autores no puede aspirar a los números que estos grupos pretenden. Como desprecian los nichos, pero tampoco liberan a sus autores, el tráfico de ideas y de autores es casi nulo. En promedio, el 85% de los autores publicados en cada país latinoamericano corresponde a autores locales. Las agencias de ISBN y el CERLALC han dado a conocer un cálculo sobre la nacionalidad de los autores no latinoamericanos registrados en América Latina (30% españoles, 20% estadounidenses, 9% británicos, 8% franceses, y así…) pero resulta curioso la inexistencia de estadísticas sobre cuál es la fracción que le toca a los autores de otros países latinoamericanos en el total de producción regional. Así, en cada país hay apenas un puñado de escritores y pensadores por el que circula, hecho que ocurre habitualmente a través de la publicación en España y su posterior publicación, lo que implica además de escasez de oferta, precios de tapa desfasados con el bolsillo del lector. Apenas un puñado de autores trasciende las fronteras: Sepúlveda, Bolaño o Maturana salen de Chile, Piglia o Aira de la Argentina, Monsivaís o Pitol de México; el resto de los autores, se queda en casa. Lejos quedan las épocas es que García Márquez despegaba desde la Argentina hacia la Argentina, y luego al universo. Ahora Barajas es la escala obligada para la circulación de ideas impresas. No se sorprenderá de esto ningún viajero que haya cruzado fronteras de América. Además de sus documentos habrá debido portar billetes de color verde, ya que la adquisición del dólar como moneda intermediaria es el puente intransigente entre países vecinos y hermanos.

En El mundo como representación, Roger Chartier describe el oficio del editor es dos pasos: “editar es convertir textos en libros, y libros en bienes de consumo”. Y en ambos el editor latinoamericano se encuentra con dificultades ciertas para realizar su alquimia. Por un lado, los mercados son vulnerados por su propia segmentación. Su tamaño no justifica, a veces, el desarrollo de una estructura industrial o la puesta a disposición de los insumos necesarios para la edición, extremando así las dificultades del proceso industrial que el libro involucra, y por lo tanto el acceso a las oportunidades y al conocimiento. Por el otro, la producción editorial ha superado ya la capacidad de la distribución; la cantidad de novedades, al personal disponible en las librerías para ingresarlas al stock y acomodarlos en las mesas; el volumen de ejemplares a las mesas disponibles. Veamos algunos datos concretos que nos ayuden a formar una idea de la realidad de la industria del libro en América Latina.
En el año 2005 fueron 9.500 los agentes (empresas, entidades, universidades, y personas físicas) que registraron ISBN de libros en Latinoamérica. De éstas, apenas el 27% son empresas. Y más aún, si desagregamos sólo aquellas cuyo objeto social principal sea la edición y comercialización de libros, y que publican regularmente un mínimo de tres títulos al año facturando más de U$S 20.000 anuales, el número decrece a 2.200. En España la cantidad de agentes en ese mismo período fue de 3.400, de las cuales 700 pueden considerarse editores industriales siguiendo el criterio que aplicamos anteriormente. Comparados uno y otro conjunto observamos una relación de 3 a 1 que indica, al menos a priori, la existencia en Latinoamérica de una mayor diversidad de emprendimientos y, por ende, de criterios editoriales que en España. Y sin embargo, debemos lamentar que en ese inmenso espacio geográfico, se han relevado apenas 4.700 librerías, contra 4.280 en España, lo que representa para los latinoamericanos una importante reducción de acceso al libro a través de su canal más tradicional.

En ese mismo año se registraron en Latinoamérica 84.000 títulos. Pero si desagregamos que 32.000 se han publicado sólo en Brasil observaremos que en Hispanoamérica la cifra total de 51.000 resulta significativamente menor a los 63.000 publicados en ese mismo período en España. No obstante observaremos, a fin de que conste para otros análisis, que esta cifra requiere un nuevo ajuste: solo el 75% de los títulos publicados en España están en castellano, por lo que ese total se reduce a 47.000.
Otra forma de entender la importante disparidad existente entre las realidades editoriales de España y de América Latina es comparando el ingreso per capita y la cantidad de títulos publicados en relación con la población total. En el año 2004, en España el ingreso por habitante fue de U$S 24.000, se publicaron 147 títulos por cada 10.000 habitantes, se vendieron 6 ejemplares y se facturaron U$S 84 por cada habitante. Ese mismo año, en México el ingreso per capita fue prácticamente cuatro veces menor, de U$S 6.500, y los títulos publicados, más de 12 veces menor, se editaron apenas 12 título por cada 10.000 habitantes, y las ventas fueron 4 veces menor, se vendieron 1,2 ejemplares por habitante, mientras que la facturación fue 20 veces menor, con un registro de U$S 4,5 per capita. Estos guarismos, de por sí alarmantes, solo se distancian progresivamente de los datos si tomamos otros ejemplos. En el mismo período, en Colombia el ingreso por habitante fue de U$S 2.500 y los títulos publicados fueron 21 por cada 10.000 habitantes, se vendieron apenas 0,4 ejemplares y se facturaron U$S 2,50 per capita. En Chile, donde el ingreso fue de U$S 5.800, se publicaron 19 títulos por cada 10.000 habitantes, y no existen datos disponibles sobre ejemplares vendidos y cifras facturadas en el mercado interno. En Venezuela el ingreso fue de U$S 4.200 y se publicaron apenas 11 títulos por cada 10.000 habitantes. En Bolivia el ingreso fue de U$S 1.000 y se publicaron 7 títulos por cada 10.000 habitantes. Finalmente, en Guatemala fue de U$S 2.200 el ingreso, y la cantidad de títulos fue de 3 por cada 10.000 habitantes.

En distintos informes, el CERLALC divide la producción editorial de América Latina hispanoparlante en tres grupos de países: el primero, conformado por Argentina, México y Colombia, en donde existen industrias editoriales y gráficas desarrolladas y cierto nivel de exportación de libros; el segundo grupo conformado por Chile, Venezuela, Perú y Ecuador, con niveles de producción parecidos a los de Costa Rica y Cuba, si se tienen en cuenta los niveles de producción de títulos per capita; y el resto de los países, con industrias editoriales con menor desarrollo. Con datos actualizados al 2005, del total de la edición hispanoamericana, la Argentina produce el 27%, México el 19%, Colombia el 16%, Perú el 6%, al igual que Venezuela y Chile. Ecuador el 4%, Costa Rica el 4%, Cuba el 3%, Uruguay el 2% y el resto de los países porciones menores.
Para dar una idea de la aceleración de los mercados latinoamericanos, observaremos el caso argentino. En 2003 se editaron en la Argentina 14.000 novedades de las cuales se imprimieron 38 millones de ejemplares; en el 2004, año en que el ingreso per capita fue de U$S 4.000, se publicaron 42 libros por cada 10.000 habitantes, fueron 16.000 las novedades publicadas y 54 millones los ejemplares impresos; en el 2005, 17.000 novedades con 58 millones de ejemplares; en el 2006, 19.000 con 71 millones de ejemplares; en el 2007 la cantidad de novedades y el número de ejemplares invirtió la tendencia y cayó ligeramente. Para completar la información diremos que en 2007, la cifra completa de libros impresos en la Argentina, entre novedades y reimpresiones, fue de 95 millones.
Las estadísticas muestran que en 2006 aproximadamente el 49% del total de las novedades están firmadas por autores argentinos, mientras que en el 2005 representaban casi el 70% del total de la producción. Entre los escritores extranjeros con mayor cantidad de ediciones publicadas en Argentina durante el 2006 mencionaremos a Gabriel García Márquez (fue el año previo al 40º aniversario de la primera publicación de Cien años de soledad), Isabel Allende, Tolkien, Freud, Coelho, Shakespeare, Danielle Steel, Osho, Carnegie, Christie y Poe. En lo relativo a la lengua, los títulos publicados en castellano representaron el 97%. Mientras que la mayor parte de las traducciones provino del inglés (58%) y del francés (12%). También se observa que más del 96% de los libros fueron editados en papel. Del 4% restante, los soportes principales fueron CD-ROM (51%), Internet (17%), e-book (8,7%) y DVD (6%), quedando un restante que se reparte entre ediciones en video (registradas en la agencia de ISBN como libros), ediciones braille, casete, disquete y discos láser. Los géneros y temáticas principales han sido: la ficción con el 10% del total de títulos publicados, la educación con otro 10%, el derecho con el 6%, la literatura infantil y juvenil con el 5%, la poesía con otro 5 %, y así. El mercado de libros de interés general en librerías ascendió a unos U$S 125 millones anuales repartidos en 15 millones de ejemplares. A eso debe sumarse otros libros de interés general en venta en kioscos, con un volumen aproximado de 11 millones de ejemplares con un precio medio de U$S 3,00.
Con ciertas variaciones en cada país, estos datos estadísticos intentan abordar distintos aspectos del mercado editorial que son comunes a todo el continente. Por ejemplo, y sin excepción, en cada país la oferta propia se ve acrecentada por la importación de libros extranjeros, con el consecuente incremento de la aceleración de la actividad editorial. Los libros viajan mayoritariamente de Norte a Sur y rara vez en sentido inverso y difícilmente de manera transversal. A falta de estadísticas generales en este sentido, baste ilustrar con los datos mexicanos. Allí, el desequilibro de la balanza comercial con los libros españoles es de 11 a 1. En 2005, el sector libros español exportó 670 millones de dólares. Tres cuartas partes de ese total fueron productos editoriales: 82% correspondió a libros y 13% a prensa y revistas. El resto, a producción gráfica. Si tomamos el total de las exportaciones iberoamericanas, incluyendo al Brasil y a Portugal, España es responsable del 70% de la facturación, lo que nos plantea un difícil problema: so pena de la destrucción de las pequeñas industrias editoriales locales, principales responsables de la diversidad bibliográfica, ¿cómo intervenir para instaurar un sistema de compensaciones entre los mercados editoriales sin afectar la libre circulación de ideas y la bibliodiversidad?, ¿qué medidas podríamos tomar para que el intercambio no sea menor o menos rico, sino más justo para las industrias editoriales de los distintos intervinientes y más equilibrados en términos de transculturación?

Desde Latinoamérica nos cuesta ver a Seuil (hasta hace poco independiente), a Gallimard o a Actes-Sud como ‘independientes’. Nos sentimos reflejados en ellos en la prosecución de la calidad, la búsqueda de la viabilidad de nuestros proyectos, pero aquí los editores alternativos o independientes son sine qua non, y por añadidura, pequeños, con recursos y mercados limitados. El viejo sueño del editor independiente consistente en fabricar olas, desarrollar una capacidad propia para producir olas se realiza solo esporádicamente. La mayor parte del tiempo, la actividad principal que nos ocupa es la de remontar olas que van amenazando nuestra existencia bajo los nombres de inflación, hiperinflación, recesión… Y a la inestabilidad política y los constantes cambios en las variantes macroeconómicas debemos sumar los latinoamericanos un alto porcentaje de cuentas corrientes impagas por cierre de librerías, o inmoralidad de los libreros que se aprovechan de las amplias distancias que los separan de los editores y consignatarios, la reprografía ilegal instalada como hábito de lectura, un Estado inerte frente al delito de la piratería y libreros inescrupulosos que le facilitan sus mesas, la importación indiscriminada de libros españoles, la concentración de editoriales, la expansión de las cadenas de librerías (que, ante la falta de una legislación que regule la actividad y proteja a los más frágiles, tarde o temprano aprovechan su fuerza de compra). Todo esto agravado por la falta de visibilidad causada por la reducción de las superficies para la exhibición de nuestras novedades, la reducción de los espacios de crítica (que son administrados por los mismos multimedios al que pertenecen los grupos editoriales y que priorizan la promoción de sus propias publicaciones), y empíricamente, por la reducción de la tasa de renovación de lectores.

La enorme extensión geográfica del continente, y los problemas logísticos de distribución y comercialización que implica son un obstáculo concreto al que se enfrentan los editores independientes, que atenta contra la libre circulación de las ideas. En pos de la subsistencia del tejido de pequeñas y medianas editoriales, que garantiza la preservación y desarrollo de las identidades locales y el acceso a la diversidad cultural, los Estados deben intervenir de diversas maneras. Por ejemplo, reduciendo o eliminando el Impuesto al Valor Agregado para los insumos industriales del libro, o para el libro mismo en los países como Chile en donde tributa el impuesto general. O participando activamente en la protección de los derechos intelectuales del autor y el editor, combatiendo la piratería y la reprografía ilegal. En la ayuda a la edición de libros no mayoritarios. O en la formación de lectores a través de la adquisición de textos escolares o literarios para el sostenimiento de programas de acercamiento a la lectura o la dotación redes de bibliotecas.

Y sin embargo, muchas veces es el propio Estado, en un papel mal comprendido, que con su acción da la estocada final a muchas editoriales que desaparecen o son adquiridas por grupos. Sin comprender el frágil sistema en que un amplio tejido de pequeñas editoriales y librerías producen miles de títulos y ponen ideas en circulación, el Estado interviene a través de la compra o la edición, aplastando el delicado andamiaje con sus patas de elefante. Creemos que el rol del Estado es el del fomento de las condiciones materiales, intelectuales, y legales que permitan la producción, edición y circulación de las ideas, debiendo abstenerse de competir de manera desleal a través de publicaciones propias.

En el esquema más básico de análisis de costos editoriales, en el que el editor multiplica por cinco el costo industrial para establecer el precio de venta al público, se parte de la premisa de que el papel, la tinta y la encuadernación alcanzan al 20% del PVP, los contratos de derechos de autor suelen ser por un 10%, los gastos de promoción y distribución alcanzan en nuestro continente el 60% (número que incluye el descuento con el que trabaja el librero) y el margen de maniobras del editor es de apenas un 10%, cifra con la cual debe mantener su estructura y obtener su beneficio. Como resulta evidente, este esquema no cumple con las contribuciones de cada parte interviniente de manera similar. Las papeleras reciben la totalidad de su venta de manera anticipada; las imprentas a los pocos días de entregados los bultos; los libreros cuando realizan sus ventas o unas pocas semanas más tarde, cuando acreditan las tarjetas de crédito; los distribuidores, cuando cobran a los libreros. Los editores, en cambio, solo cuando la totalidad de las ventas y cobranzas se realicen, de ocurrir ello eventualmente. Por su lado, los autores pueden cobrar un anticipo por la venta de los derechos de publicación de sus obras, pero en la mayoría de los casos percibirán sobre las ventas, o bien el total, o bien lo excedente a lo anticipado por el editor.

Esta lógica debería explicar no solo que un libro distribuido cueste 500% más que uno impreso por el autor, 300% más que un cuaderno de hojas rayadas, 150% más que un libro que no ha sido distribuido, sino la fragilidad del autor y los últimos eslabones de la cadena que va del autor al lector, y en la que intervienen distintas industrias, oficios y miles de trabajadores. Estos cálculos y este panorama parece no estar en el análisis de los gobiernos cuando, intentando participar en la relación al libro y la lectura, optan por accionar en el reparto de libros obviando a los libreros (que todos los meses pagan alquileres, sueldos, impuestos y deben desarrollar su actividad con los márgenes que le dan el precio único y el descuento determinado por un grupo multinacional), y frecuentemente a los editores, en los casos en que el mismo Estado decide ponerse a editar, o como ha sucedido recientemente en la Argentina, donde el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires (50% del mercado de textos del país) presentó una licitación, no de propuestas o de libros impresos, sino de contenidos educativos, ofreciendo pagar a sus propietarios (sean estos autores o editores) y a través de un concurso, el monto de U$S 10.000 en concepto de derechos totales para la edición de cuatro millones de ejemplares. La idea misma del concurso resulta en un sofisma que destruye la industria de la producción de contenidos que liga a autores, editores y libreros, y encierra la semilla de una oferta uniforme, con el consiguiente riesgo de tener un libro único y finalmente someter a la población más expuesta a un pensamiento único. Dado que sobre la cantidad total de ejemplares editados en Latinoamérica, la mayor cantidad de ejemplares se vende directamente a los gobiernos, este problema no es menor. En México, a través de programas de la Secretaría de Educación Pública; en Brasil a través del Programa Nacional del Libro Didáctico y el Programa Nacional de Bibliotecas Escolares, entre otros.

En los últimos años hemos presenciado el desarrollo de distintos y novedosos programas de promoción de la lectura en varios países. Entre los más originales señalaremos a “Rescatalibros”, el Banco solidario de libros del Uruguay (Dirección de Educación del Ministerio de Educación y Cultura), que se basa en el aporte de la ciudadanía de aquellos libros que ya no desea conservar, y cuenta ya con un capital flotante situado entre los 100.000 y los 150.000 libros, de la mayor variedad y calidad, que satisface por medio de microbibliotecas y cajas renovables las necesidades de escuelas, liceos, bibliotecas populares y núcleos de vivienda. Otros programas exitosos son “Sana, sana leyendo una plana” (Secretaría de Cultura del Gobierno del Distrito Federal, México) que procura alivianar los tiempos de espera en los centros hospitalarios, El “Programa Libros y Casas” (Secretaría de Cultura de la Nación, Argentina), que acciona junto a un programa de construcción de vivienda social y pretende entregar 80.000 bibliotecas dotadas de 18 volúmenes, alcanzando a medio millón de beneficiarios con un total de 1,4 millones de libros y el programa “Divulga Leitura” que en las escuelas de Brasil promueve la formación de lectores de literatura a través de charlas y mini-cursos, invitación de autores y cuentacuentos.

Paralelamente, y para completar el paisaje en el que desarrollamos nuestra actividad, debemos mencionar la alarmante desaparición de los medios de crítica independiente, aunque deberíamos decir que los espacios que han desaparecido son los de la crítica en general. Los matutinos, además de perder lectores, pierden también (y sin demasiado escándalo) sus suplementos de cultura dominicales. Las páginas de cultura se reducen a una página que cuando se ocupan de alguna novedad editorial, es casi siempre de un libro publicado por la editorial del mismo multimedia, propietario del matutino, o de otra multinacional que pauta publicidad los días domingo. Los espacios de reseñas de las revistas se reducen a una pastillita, a una gragea más breve incluso que el mismo copete de la gacetilla de prensa que acompañaba el envío de la novedad a la redacción. Y es la pérdida del espacio del pensamiento crítico en general lo que nos alarma, ya que al mismo ritmo perdemos los espacios de crítica del teatro, del cine y de la música. Frente a la desaparición de estos espacios, lo que equivale a decir, frente a la desaparición de los espacios de producción de crítica cultural, cedidos al espectáculo, el editor, como uno de los protagonistas más antiguos de lo que hoy (y sobre el cadáver de Adorno) llamamos, con un signo de pretendido valor, “industrias culturales”, debe asumir el desafío de la creación de sus propios espacios.

En este panorama, cada libro nuevo que editamos es una nueva ola creada por nosotros, y sólo la capacidad de regeneración de nuestros catálogos nos mantiene a flote. Aquí estamos, quizá, más cerca de una definición de nuestro quehacer. Somos autónomos: estamos solos, con nuestra tabla, y decidimos cuándo salir a surfear. El mar es grande, nosotros pequeños: tenemos reducidas chances de equivocarnos. Y, en definitiva, ese es el proyecto de un editor. Porque, si para un autor el proyecto es escribir y ser editado, para un editor el proyecto cultural consiste en la creación sostenida y silenciosa de un catálogo. Editar no es editar un libro, editar es seguir editando. En el Sur, un catálogo es un diploma al mérito de la subsistencia.

Como ya mencionamos, salvo casos excepcionales, no existen en Latinoamérica redes de circulación transversal para los libros. Sería injusto obviar la experiencia del Fondo Cultura Económica, que está presente en nueve países y distribuye no solo los propios, sino también los libros de otros editores mexicanos, así como, eventualmente, aprovecha su red de una veintena de librerías para acercar los libros de distintos editores latinoamericanos al lector mexicano. Otro caso, actualmente en etapa experimental, es el de la Distribuidora Venezolana del Libro que proyecta una plataforma que alcance el área del ALBA (Venezuela, Cuba, Nicaragua, Guatemala, Bolivia) no sólo para los libros producidos en los países del área, sino del continente todo, tal como lo soñó Bolívar. Presenciaremos en los próximos meses los vaivenes con que una idea política se imagina y aplica frente a una dificultad geográfica y comercial concreta. Pero en las generales de la ley, cada operación en la que un editor intenta vender su libros a un distribuidor o librero está signada por el formato comercial de la consignación (o depósito, como se lo conoce en algunos países) que multiplica el riesgo crediticio y prolonga indefinidamente el cierre del ciclo que corona la cobranza y la orden de reposición. Las distancias y, debemos reconocer, la idiosincrasia de los latinoamercanos en general y los libreros en particular no colaboran en la fluidez y constancia del intercambio.

A falta de redes de contención, ha emergido en los últimos años un creciente movimiento de editores independientes que se reúnen y agrupan a niveles regionales, nacionales e internacionales. Hoy existen en el Caribe, México, Perú, Brasil, Chile y Argentina grupos que tienden a interconectarse para realizar coediciones, compartir experiencias y discutir soluciones colectivas a temas legales, de promoción, visibilidad, desarrollo de software libre y capacitación del sector, así como la participación en los espacios de definición de las políticas públicas en torno al libro y la lectura.

Creemos que hoy el desafío más grande consiste en fortalecer el intercambio entre las alianzas de editores independientes y las agrupaciones de libreros, también independientes, que apostamos a que emerjan prontamente. Ambos, editores y libreros, parten de una masa de información, deben aplicar un criterio personal de selección para conformar su catálogo el primero, su oferta bibliográfica frente a un universo de 500 novedades mensuales. Cualquier editor que haya visitado una librería para conversar con un librero corroborará este vínculo profundo y los beneficios de esa visita. Se forja, en ese encuentro, el diálogo que le permite al editor comunicar de primera mano los proyectos. Y es a partir de ese conocimiento que el librero se compromete con un libro (o, en el mejor de los casos, con un catálogo) y deriva finalmente en ‘un voz a vos’, en la sugerencia y recomendación al lector, siendo que la librería independiente no tiene mejor herramienta para la venta que la sugerencia del librero. En el mismo diálogo, el editor identifica necesidades, localiza vacíos, escucha sugerencias, tiene un contacto indispensable con la punta del canal donde su libro es “puesto en riesgo de venta”, para ser luego elegido, ignorado o despreciado. Pero cuando el librero independiente debe cerrar su local, porque una gran superficie cambia el hábito de compra de su barrio, es cuando ese diálogo se acaba. El editor independiente no puede mantener ese diálogo con un gerente de marketing, un espécimen que habla otro idioma y que en cualquier caso tampoco está en contacto directo con el lector. Su trabajo principal es el de fijar, de manera más o menos indirecta, los precios de los libros (antes competencia exclusiva del editor), los valores de la ‘punta de góndola’, los descuentos, en fin… las pautas de mercado.

Así mismo, la manera en que el editor y el librero independientes se relacionan con el factor tiempo, es diametralmente opuesto a los principios del mercadeo moderno. Frente a un libro dado, el gerente de marketing de una gran superficie analizará coeficientes de rotación de los stocks y posiblemente habrá de solicitarlo en consignación. El librero “de la vieja escuela”, en cambio, intentará conseguir todos los ejemplares que pueda permitirse pagar para mantener su librería bien surtida con un material de calidad, tanto hoy como en los años venideros, ya que el librero de fondo construye por anticipado su propia historia, para proponerla luego en la formación de su oferta.

La base de la colaboración entre editores y libreros independientes se asienta sobre dos puntos básicos: el amor por los libros y el saberse ambos, a pesar de ser actores protagónicos de la actividad cultural de la sociedad, especies en vías de extinción. Tienen, unos y otros, un destino común. La revolución tecnológica, la merma del público, la concentración y la financiarización de la actividad los afecta por igual, y les exige cambios y el desarrollo de propuestas alternativas.
En los últimos años, los editores independientes de América Latina han recobrado “conciencia de sí”, han comenzado a agruparse y a compartir experiencias y a considerar estrategias colectivas de resistencia.

Quizás el próximo paso sea el de mancomuncar esfuerzos y debatir soluciones sinérgicas con los libreros independientes, que deberán también comenzar a reunirse de manera más o menos periódica y orgánica, para participar junto con los editores independientes en la activación de los gobernantes para la implementación y aplicación de políticas públicas de fomento y protección del sector, asi como en el proceso de concientización de los lectores, que son en definitiva quienes pueden actuar activamente en el sostenimiento de la edición independiente como promotora de la identidad intercultural y generadora de espacios creativos para los autores.

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